«Reunir a un arquitecto estrella con un político ambicioso puede dar malos resultados»

La exitosa transformación urbana experimentada por Bilbao a partir de la construcción del Museo Guggenheim desató la fiebre en España por los edificios icónicos. Alcaldes y presidentes autonómicos creyeron ver en los arquitectos estrella un recurso para alcanzar el desarrollo económico. En el libro Arquitectura milagrosa, Llátzer Moix analiza las obras repartidas por el territorio español de figuras como Norman Foster, Frank Gehry, Santiago Calatrava, Zaha Hadid y Arata Isozaki entre otros.

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(Este texto fue publicado originalmente en Revista Miralls en abril de 2010).

Llàtzer Moix es redactor cultural y crítico de arquitectura del periódico La Vanguardia. Desde esa posición ha seguido de cerca el desarrollo y la construcción de los proyectos arquitectónicos más ambiciosos y destacados que se han llevado a cabo en España en las últimas dos décadas. La fiebre por lo que él llama “arquitectura milagrosa” se desató en suelo español con el Guggenheim de Bilbao diseñado por Frank Gehry e inaugurado en 1997. Y a partir de ahí se extendió como un reguero de pólvora por todo el país.

Aunque no se trata de un fenómeno exclusivamente español, Moix destaca que por estas latitudes las cosas adquirieron mayor intensidad, a menudo rozando el delirio, especialmente en lo referente a proyectos caracterizados, como él mismo especifica, por “procesos constructivos de duración catedralicia e insostenibles costes de mantenimiento”. No en vano Spain is different.

En su libro Moix indica que en España se llegó a creer que los arquitectos estrellas eran capaces de obrar milagros. Según esta lógica, que embelesó a responsables de ayuntamientos y comunidades autónomas, la construcción de edificios diseñados por las grandes figuras de las arquitectura mundial bastarían para dar visibilidad a las ciudades en las que se erigieran, atraer a multitudes de turistas y estimular la economía global. Sin embargo, en no pocos casos el emprendimiento de proyectos emblemáticos estuvo caracterizado por, en palabras de Moix, la genuflexión de los políticos ante los arquitectos estrella y la soberbia de éstos, a menudo salpimentado todo por el derroche escandaloso de fondos públicos.

Moix también dedica un capítulo a la Comunitat Valenciana y a lo que él llama “monocultivo Calatrava” para referirse a la abundante obra construida en estas tierras por el arquitecto Santiago Calatrava gracias al beneplácito de los poderes políticos locales. De ahí que Moix considere la imagen de la nueva Valencia “poco menos que un monopolio Calatrava”.

En esta entrevista, Moix habla del auge de la arquitectura milagrosa y de su aparente final provocado más por la crisis económica mundial que por los excesos y las limitaciones de este modelo. Y se refiere también al mencionado “monocultivo Calatrava”.

– Su libro da cuenta de un fenómeno que ha marcado la arquitectura de los últimos años a escala global pero que ha incidido de manera especial en España: la fiebre por los arquitectos estrellas, en cuya arquitectura muchos creyeron ver la capacidad de hacer milagros. ¿Cuáles han sido las principales características de esa “arquitectura milagrosa”?
La arquitectura milagrosa ha reunido el brillo de algunos arquitectos estrella con la avidez de ciertos clientes españoles. Cuando dichos clientes eran privados y operaban con recursos propios, poco hay que decir. Cuando eran públicos y han actuado sin realizar previamente estudios detallados sobre las necesidades de la población, han sido presa de cierta megalomanía y se han embarcado en obras de muy elevado presupuesto, de difícil ejecución e insostenible mantenimiento, su gestión parece más que censurable.

¿Cuáles han sido las principales causas de este fenómeno y por qué ha tenido tanto impacto en territorio español?
En 1992 las ciudades de Barcelona, Madrid y Sevilla dieron grandes saltos adelante, espoleadas por los compromisos de los Juegos Olímpicos, la capitalidad cultural y la Expo. Las tres ciudades se beneficiaron de importantes inversiones públicas. Otras ciudades de primera línea tuvieron la sensación de que se les escapaba el tren de la historia. Y empezaron a idear proyectos de transformación en los que la arquitectura y el urbanismo tenían mucho que decir.
El éxito del Guggenheim de Bilbao, que a partir de 1997 logró, literalmente, reinventar una ciudad en crisis estructural, hizo el resto. Algunos alcaldes y algunos presidentes autonómicos vieron en la arquitectura estelar mano de santo. Creyeron que bastaba inaugurar uno de estos edificios para poner la ciudad en el mapa, atraer nuevo turismo y generar grandes ingresos. La realidad ha demostrado que el éxito de Bilbao no tiene parangón y que un encargo arquitectónico, como cualquier cosa en esta vida, debe estar bien gestionado. De lo contrario, la cuenta de resultados de la operación puede dar números rojos. Muy rojos.

libro llàtzer


– Cada vez que han recurrido a grandes proyectos con arquitectos estrellas, los políticos promotores de esas iniciativas han dicho que el objetivo era “poner en el mapa internacional” a sus respectivas poblaciones. Sin embargo, como señala usted en el libro citando a Federico Correa, si esto no se controla muy bien “puede convertirse en una auténtica imbecilidad”. A tenor de los resultados, ¿cree usted que muchos de los proyectos emblemáticos no se han controlado muy bien?
Efectivamente, muchos no se han gestionado bien. Un proyecto como la Ciudad de las Artes y las Ciencias, en Valencia, estaba presupuestado a principios de los años 90 en el equivalente a unos 175 millones de euros. A finales de 2007 se habían gastado ya allí 1.137 millones de euros. De la Cidade da Cultura de Santiago de Compostela podríamos decir algo parecido. Las bases del concurso que ganó Peter Eisenman hablaban de un presupuesto de 108,2 millones de euros. Eisenman ganó el concurso subiendo, por su cuenta y riesgo, el presupuesto a 132,2 millones de euros. En la actualidad ya pasan de los 500 millones. Y la obra, que iba a durar tres años, no parece que se vaya a completar antes de 2017. Estas desviaciones no casan con la idea más extendida de lo que es un buen control.

– El arquitecto y crítico Deyan Sudjic sostiene que tanta preocupación por crear una imagen es tan perjudicial para los arquitectos como para las ciudades que los contratan. ¿Qué piensa usted al respecto?
Los juicios pueden realizarse sobre las intenciones, pero es mejor hacerlos sobre los resultados. Reunir a un arquitecto con fuerte personalidad y a un político ambicioso, o incluso megalómano, no tiene por qué dar, necesariamente, un mal resultado. Pero puede darlo.


¿NO MÁS “MILAGROS”?

– Usted señala que en la era de la arquitectura milagrosa se ha descuidado el sentido de la proporción entre la necesidad y el precio de las obras públicas. En la mayor parte de los casos, la multiplicación de los presupuestos ha sido lo habitual, los resultados no han sido los prometidos y el derroche de recursos públicos ha sido enorme. La actual crisis económica, ¿precipitará el fin de esta etapa y el inicio de una arquitectura y un urbanismo más reflexivos y comedidos?
Este fenómeno de la arquitectura milagrosa, como yo la llamo, podría haber fallecido de muerte natural: cuando ya todas las ciudades hubieran tenido sus bibelots arquitectónicos con los que adornarse y distinguirse, hubiera carecido de sentido construir otros nuevos, puesto que ya no hubiera sido posible diferenciarse por esta vía. Pero ha fallecido, o eso parece, de muerte accidental, puesto que la crisis económica ha obligado a estrecharse los cinturones, ha ralentizado todavía más algunas promociones en marcha y ha abortado otras en proyecto.

Obras de S. Calatrava en Valencia.

Obras de S. Calatrava en Valencia.


– En el libro deja claro que contar con el concurso de un arquitecto estrella no alcanza para lograr que un proyecto sea exitoso y que hacen falta también “alcaldes estrellas”. En España ha abundado la presencia de los primeros pero no parece que se vaya sobrado de estos últimos. ¿Ve alguna perspectiva de cambio en este sentido? ¿O seguiremos asistiendo a casos de “genuflexión y papanatismo” por parte de las autoridades en la gestión de grandes proyectos?
Los arquitectos suelen decir que una buena obra es el fruto del buen entendimiento entre el arquitecto y el cliente. Obviamente, los edificios los proyectan y los ejecutan los arquitectos. Pero resulta de gran ayuda que el cliente sepa exactamente lo que quiere y lo que está dispuesto a gastarse para conseguirlo. Es difícil hallar, fuera de la arquitectura estelar, otros acuerdos cliente-proveedor en los que el proveedor haga, de modo tan ostensible, lo que le da la gana, ante el beneplácito del cliente. No me imagino a alguien que vaya a comprar un bien de consumo, ya sea un paraguas o un bolso, y a quien, entre que empieza a regatear con el proveedor y que sale por la puerta de la tienda, el precio del producto se le haya multiplicado por diez. O por cinco.

– Se pone el énfasis en la responsabilidad de los políticos pero supongo que también los propios arquitectos (y en otra medida también los jurados de los premios y los propios medios de comunicación) tendrán su parte de culpa en la desmesura y el desmadre de esta arquitectura milagrosa. ¿Qué piensa al respecto?
La tienen los arquitectos y sus clientes, claro está. Y pueden tenerla los jurados de los concursos que se fallan a favor de la propuesta más espectacular, en detrimento de la más funcional, económica o, simplemente, mejor. Se han dado casos en los que esa tercera responsabilidad es notoria. De tenerla, los medios de comunicación tendrían una responsabilidad menor. Cierto es que en los últimos años han prestado atención a las propuestas más llamativas. Pero para que sigan adelante no basta con eso.

-La Comunidad Valenciana no ha sido ajena, ni mucho menos, a esa fiebre por la arquitectura icónica. En su libro usted habla de “monocultivo Calatrava” para referirse a la gran cantidad de obra realizada en estas tierras y que lleva la firma del arquitecto Santiago Calatrava, quien ha dispuesto de enormes libertades y fondos públicos para construir a su antojo. ¿Conoce casos similares o se trata de una situación sin parangón? ¿Tiene esto algún sentido como política urbanística?
No conozco un caso similar en España, ni en términos de presupuesto general ni en términos de extensión, de ese monocultivo. Las autoridades valencianas, que son las impulsoras y las protectoras de este modelo, deben entender que se trata de una política conveniente, aún a pesar de los déficit de explotación, que son notorios. Convertir una ciudad en un escenario para los eventos mediáticos de proyección internacional es una opción viable, como se ha demostrado. E incluso vistosa. Pero, a mi modo de ver, no es la mejor, ni la mejor gestionada, inversión de los caudales públicos ni a medio ni a largo plazo.

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